Homilía en la despedida de la diócesis de Jaca.
S. I. Catedral de Jaca, 16 de enero de 2010.
Queridos hermanos sacerdotes, excelentísimas autoridades, consagrados, seminaristas y fieles laicos, vaya mi saludo franciscano habitual de Paz y Bien como primeras palabras en esta misa especial de acción de gracias. Me he resistido hasta esta mañana a escribir estas líneas, por resultarme no sólo extraño tener que deciros adiós, sino algo que todavía me cuesta trabajo creer. Dios tiene sus caminos, Él traza nuestros senderos y con dulzura nos invita a creer y abrazar lo que por bien de su Iglesia y por nuestro propio bien quiere proponernos. Como ya varias veces he podido expresar, comparto con vosotros ese sentimiento agridulce encontrado ante la noticia y la realidad de tener que incorporarme a la archidiócesis de Oviedo como arzobispo, dejando este terruño de historia y de gentes entre las que he nacido y crecido como obispo.
Quedaba todo por escribir. Sin una idea previa, sin consignas, casi sin papel ni tinta, llegué aquí hace seis años con una encomienda que por tantos motivos me desbordaba. Ser obispo saliendo de mis habituales lugares como profesor de teología en Madrid y en Roma, trabajando en las parroquias de la gran ciudad o en las de los pueblos pequeños de la sierra pobre del Guadarrama en mi Castilla, dedicado al estudio, a la publicación, a la predicación, a la enseñanza. Como hijo de san Francisco, viviendo en un convento con la fraternidad asignada. Y de pronto, dejar tierra, casa, patria, quehaceres, para venir a un lugar desconocido y con gente que nadie me había presentado. Sabía bien lo que dejaba, ignoraba del todo lo que me aguardaba. Todo estaba aún por escribir. Y así, con todo el cúmulo de mis luces y mis sombras, con las gracias y pecados en mi ligero equipaje, me allegué a Jaca diciendo un sí lleno de noble respeto y de cristiano temor, para secundar lo que el Señor –a quien entregué mi vida para siempre– volvía a proponerme como encomienda en su Iglesia.
Miro ahora hacia atrás de estos seis años, y lo primero que me surge sin ningún tipo de pose ni ficción es la gratitud, sí un agradecimiento muy rendido. A Dios que me ha vuelto a sorprender haciéndome ver que Él no juega jamás con la felicidad de sus hijos en los diversos avatares en los que nuestra vida camina y se decide. A las muchas personas que he podido conocer y querer, particularmente las que han sido más cercanas colaboradoras en estos años: sacerdotes, religiosos, delegados y voluntarios de las diversas tareas diocesanas. Gracias también a esta tierra con sus instituciones diversas en los pueblos, comarcas y provincia: autoridades civiles, militares, docentes y judiciales, las fuerzas de seguridad, los medios de comunicación, los servicios sanitarios. Con todos y con cada uno he tenido la oportunidad de caminar juntos, buscando desde el propio ámbito puntos de encuentro a favor de las personas y de la entera sociedad a la que por distintos motivos servimos. Agradezco muy de corazón la presencia de nuestras autoridades en esta misa de despedida.
Y es evidente que junto a esta sincera gratitud tiene que ir parejo un no menos noble deseo de perdón: el que pido para mí y el que sin dudar yo también ofrezco. Son muchas las razones que me han hecho no llegar alguna vez, o llegar tarde a las citas que personas y acontecimientos estaban reclamando mi presencia o mi voz; en algún caso puedo haberme precipitado con mi estar o mi decir, adoptando una posición mal expresada, mal entendida o tergiversada. Sin modificar el fondo uno aprende también a mejorar las formas para no dar pie al equívoco o para no dar ocasión a quien malversa o insidia.
Así, entre gratitudes y perdones, se ha ido tejiendo este tiempo que para mí ha sido muy intenso, muy lleno de gracia y de sorpresas. Bien sabía el Señor lo que conmigo quería Él escribir, dejando discreto el argumento para redactarlo en el tiempo propicio, sin anticipos curiosos y sin retardos indebidos. Pero con vosotros he aprendido a ser obispo, o al menos he comenzado a aprenderlo. Por eso mi gratitud también se abre a cada uno de vosotros, mis hermanos sacerdotes, consagrados y laicos. Como dije al término de mi primer año entre vosotros, puedo decir ahora y con mayor motivo que, quitando excepciones ya olvidadas sin esfuerzo, por todos me he sentido acompañado, ayudado y querido, cada uno a su modo y a su tiempo. Es consolador saber que hay tanta gente que reza por ti cada día, y que al verte te muestra su cariño y te tiende su mano. Que tiene paciencia con tus límites y que te vuelve a dar una oportunidad que no nace de ningún servilismo sino del afecto fraterno y sentido de veras. Y a pesar de que existe una soledad que nadie es capaz de acompañar fuera de Dios, es un regalo poder moverte por las parroquias en la ciudad o por los pueblos, ir a las comunidades religiosas y los movimientos apostólicos, encontrarte con las delegaciones diocesanas y los distintos grupos, o vivir los "capazos" –como decimos aquí– de pararte en la calle y saludar con ternura a unos y otros.
No es sencillo el poder dedicar más tiempo a todo esto, especialmente cuando te llueven otros encargos que la misma Iglesia que me ha enviado a Jaca me confía otros menesteres en Huesca o en Madrid, o en Roma, o allende de todos los mares. Con los buenos colaboradores que me ayudaron en el día a día, tratamos de organizar una agenda demasiado dividida, sumada, restada y multiplicada, y no siempre llegué a lo que quería, ni logré encontrarme con cuantos hubiera deseado, ni acompañar debidamente a mis hermanos los sacerdotes como hubiera sido necesario. Y por eso, mi gratitud se hace muy sincera por vuestra paciente y generosa comprensión.
Fueron mis primeras palabras aquellas que aún hoy las siento vivas y pido cada mañana poder renovarlas con sabor a estreno: que yo no soy el Mensaje, sino su humilde mensajero, y esto es algo que me llena al mismo tiempo de estremecimiento y de gozo. El estremecimiento de quien tiene que enseñar una Palabra que otro pone en mis labios y de cuya sabiduría seré siempre discípulo, pero el gozo de saber que la Verdad que anuncio no tiene mi medida sino la de Dios. El estremecimiento de quien es encargado de algo tan grande como nutrir y acrecentar el bien y la gracia que el Señor da a mis hermanos, pero el gozo de saber que de esa santidad también yo soy mendigo. El estremecimiento de tener que gobernar las Comunidades cristianas que se me confían, pero el gozo de saber que ese gobierno pastoral pasa por dar la vida amando concretamente a las personas que Señor ha confiado a mi cuidado. Que conmigo deis gracias y las sigáis pidiendo también para mí, a fin de ser para todos, ahora en Oviedo, un pastor bueno según el Corazón de Dios.
El evangelio que se ha escogido para esta misa de despedida nos habla de la alegría. Podría parecer inadecuado cuando de algún modo nos embarga ese sentimiento agridulce compartido que viene a dar la razón al cantar andaluz: que algo se muere en el alma cuando un amigo se va, o cuando unos amigos hay que dejar. No obstante la alegría es una expresión de la esperanza serena más allá de los avatares que nos enardecen o nos arrugan cada día.
Sí, el Evangelio de hoy nos habla, casi provocativamente, de la alegría. Y cuesta leer una página así, de cristiano optimismo, de esperanza no enlatada, cuando da la impresión de estar en demasiados momentos como quien está en un velatorio. No me refiero a las situaciones terribles de conflicto bélico o de catástrofe natural, en donde no estamos ante realidades virtuales sino crudamente verdaderas. Me refiero, más bien, a la tristeza taciturna de los opulentos, de los que están llenos de su pobre vacío.
Podrán aparecer con todo el truco de un glamour apto para foto de revistas de colorines, pero es truco al fin, y la foto simplemente inmortaliza un disfraz de careta y de cartón, mientras que la desnuda verdad, esa que habita el corazón es la que no sale en la foto. Pero más allá de una apariencia envuelta en celofán de lujo y derroche, no hay alegría verdadera, la que nos nace del adentro más íntimo y más veraz. Es aquí en donde puede residir un cierto escepticismo: ¿es posible la alegría con lo que está cayendo? Entonces viene la provocación amable y ensoñadora de Jesús: os he hablado de todas estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Así nos dice el Evangelio de hoy.
El cristiano que oye las cosas del Maestro, lo que el Señor ha ido y sigue desgranando de tantos modos, experimenta una alegría diferente a la que se nos vende en papel de regalo o envasada al vacío. Su alegría es otra cosa: proviene no del apaño convenido, ni de la ficción disfrazada, sino de una noticia, de algo que ha acontecido, de lo que sigue pasando y sucediendo: su buena nueva, que nos llena de luz los ojos, de esperanza nuestros brazos, y pone una sonrisa en nuestros labios a pesar y aun en medio de dificultades y problemas. Es el secreto de los santos y de la gente sencilla: tener una alegría que nadie les podrá arrebatar.
Y como os he dicho tantas veces, casi como un estribillo, Dios no es un okupa indebido que se cuela sin permiso como intruso y extraño en nuestra vida. Él no es rival de nuestra felicidad, sino el mejor cómplice de nuestro corazón en sus exigencias más nobles y verdaderas. Y ese Dios así de familiar y cercano, así de respetuoso y sencillo, es el que vale la pena dejarle tener domicilio en nuestra tierra, en nuestro hogar y en nuestra entraña, en todo eso por lo que vale la pena cantar, soñar, reír y brindar, así como en lo que nos acorrala, entristece o aplasta. Siempre tiene Dios una palabra oportuna, dulce, adecuada, audaz y verdadera, para compartir lo mejor o lo peor que tantas veces la vida nos ofrece o nos impone.
De niños, cuando éramos pequeños colegiales muchas veces litigábamos y nos medíamos con los demás chavales, no ya trayendo nuestra colección de cromos más completa, sino diciendo quién era nuestro padre y de qué amigos se rodeaba. Entonces se echaba la imaginación a volar locuela, para inventar tal vez lo que la vida real narraba con más sobriedad y con menos mentirijillas. Pero parecía que era un grado eso de subir a nuestros mayores en un podium que había inventado nuestra imaginación o arrogancia infantil.
El Evangelio de hoy nos habla de esas travesuras de la infancia, sólo que al revés. No es que tengamos que inventarnos qué sé yo qué personaje al que nuestro padre ha dado la mano, o le ha dado una charla o se ha ido con él a cazar. Es el mismo Dios quien ha querido imaginarse un sueño, pero –insisto– justamente a la inversa: ofreciéndose como amigo.
Se imaginan si un día alguien llegase a su oficina, y contase a la primera de cambio: ¿sabéis a quién acabo de saludar en la puerta? Pues no os lo vais a creer, pero he saludado al Papa, o al Rey, o a tal célebre deportista o cantante. Dependiendo la celebridad del personaje, así crecería la admiración de los oyentes. Y si además de haber saludado a tal personalidad, se hubiera fijado cita para otro encuentro porque tuviera interés en contarnos algo o en compartírnoslo, entonces la admiración podría discurrir por caminos ya insospechados.
Pero, puestos a imaginar, qué ocurriría si alguien dijese a sus compañeros: ¿sabéis?, hoy he hablado con Dios; y me ha dicho que es mi amigo, que mi vida le importa, que me conoce mejor que yo mismo y que me quiere más que quien más pudiera quererme. Posiblemente la gente nos daría la espalda sin más, quizás nos negaría la palabra o llenos de una escéptica piedad nos daría algún consejo mientras nos facilitaba la dirección de un buen psiquiatra de toda confianza.
Los santos se han creído de verdad que Dios era su amigo, y han descubierto sus huellas en todos los caminos de este mundo, y han escuchado su voz en todos los foros, porque el Señor está en la vida. Sabiéndose amigos, se han atrevido a ver las cosas asomándose a los ojos de Dios, y a amar como sólo Él ha sido capaz de amar. Por eso dieron fruto de tantos modos.
Al término de nuestra celebración, os invito a rezar por el nuevo pastor que la divina Providencia mandará a nuestra Diócesis de Jaca. Cuando dentro de unos días, al tomar yo posesión de mi nueva sede en Oviedo deje de ser obispo de Jaca, se nombrará un Administrador Apostólico o Diocesano según el derecho de la Iglesia. Deseo que el tiempo de interinidad dure poco, y que en breve podamos alegrarnos con la llegada de un nuevo obispo por el que ya podemos rezar y disponernos a acoger como quien viene en el nombre del Señor.
Al disponerme a deciros mi adiós en el Señor, cambiaré de caminos pero no de peregrinación, y en ésta nos seguiremos encontrando y queriendo. Salir de la tierra, dejar cosas y gentes en el entorno sin arrancarlas de tu interno, para vivir como peregrino la andanza a la que te emplaza el Señor. Queridos hermanos, porque no nos separemos, llevadme en vuestro corazón, que yo en mi corazón os llevo. El Señor os bendiga y os guarde.
+Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca