Los contemplativos, lenguaje de Dios.
Queridos Hermanos y amigos: paz y bien.
En este domingo de la Santísima Trinidad, damos gracias por estos hermanos y hermanas contemplativos que desde sus monasterios de clausura nos testimonian a Dios. Les alentamos a que no confundan su camino precioso y preciso, y a que tengan la santa libertad de no dejarse confundir por nadie. Otros caminos señalan otras perspectivas de Jesús. El que ellos representan tenemos necesidad de verlo plasmado en su particular historia de santidad.
Dios nos dirige su Palabra y Dios nos dirige también su Silencio. Puede parecer una frase hecha, pero ¡cuántas veces Él nos dice tantas cosas... callándolas! Siempre he visto en María la mujer creyente que ha sabido guardar en su corazón lo que Dios hablaba y lo que silenciaba. En uno y otro caso, tener el corazón siempre limpio y disponible para que el Señor nos diga como quiera lo que nos quiere contar.
Hay una vocación en la Iglesia que mira precisamente por estricta llamada de Dios a esa doble modalidad de comunicación del Señor con sus hijos: los llamados a una vocación contemplativa que hacen precisamente del silencio y la soledad su forma particular de seguimiento de Cristo. No es, ciertamente, la única manera de seguir al Señor: de hecho hay tantas formas de vida consagrada que despliegan en la urgencia misionera, en la actividad docente, o sanitaria, o evangelizadora su página de fidelidad. Pero tenemos esa otra, tan especialmente querida por la Iglesia desde siempre, que coincide con lo que los contemplativos viven en sus respectivos claustros.
Se trata de un silencio que custodia una Palabra especial, y se trata de una soledad que alberga una Presencia única. Si ese silencio no tuviera la eco de esa Palabra, sería un vulgar mutismo. Si esa soledad no testimoniara la belleza de esa Presencia, sería una triste solitariedad. Por eso, los contemplativos viven su silencio elocuente y su soledad habitada, por quien de hecho da razón y sentido a su entrega: la Palabra de Dios y su Presencia adorable.
Ellos guardan silencio no como un callar robador de la palabra debida y esperada, sino como incapacidad para decir y para decirse; es desbordamiento en el que el hombre calla de tanto como tiene que expresar. Este tipo de lenguaje no verbal, silencioso, es el lenguaje místico. Para el místico, como para el amante, las palabras no son ni domésticas ni domesticables, sino que permanecen de algún modo en su estado más originario.
La Palabra por antonomasia, el Verbo de Dios, nos dijo de tantos modos lo mismo. Fue un canto bienaventurado, que secó las lágrimas de los más pobres, y abrigó la esperanza de los más mendigos. A los ciegos de todas las cegueras les abrió los ojos para que salieran a la luz que alumbra sin deslumbrar. A los cojos, a los mancos, a los lisiados, les permitió saltar, y abrazar y volver a brindar por el regalo de la vida. A los errados que no maquillaron sus trampas les permitió renacer a la verdad sincera. Y a cuantos no habían entendido, o lo hicieron mal o lo hicieron tarde, para todos tuvo una palabra a tiempo, como quien se reserva el último dicho con perdón de cielo. Esta es la Palabra que escuchan los contemplativos. Es la que nos testimonian desde su silencio tan lleno de susurro divino, que se hace elocuente para quien quiera escuchar.
Tengamos el recuerdo agradecido de las comunidades de clausura que tenemos en la Diócesis. Benditas ellas, que han sido llamados a guardar en el corazón lo que Dios nos dice y lo que nos calla.
Recibid mi afecto y mi bendición.
En este domingo de la Santísima Trinidad, damos gracias por estos hermanos y hermanas contemplativos que desde sus monasterios de clausura nos testimonian a Dios. Les alentamos a que no confundan su camino precioso y preciso, y a que tengan la santa libertad de no dejarse confundir por nadie. Otros caminos señalan otras perspectivas de Jesús. El que ellos representan tenemos necesidad de verlo plasmado en su particular historia de santidad.
Dios nos dirige su Palabra y Dios nos dirige también su Silencio. Puede parecer una frase hecha, pero ¡cuántas veces Él nos dice tantas cosas... callándolas! Siempre he visto en María la mujer creyente que ha sabido guardar en su corazón lo que Dios hablaba y lo que silenciaba. En uno y otro caso, tener el corazón siempre limpio y disponible para que el Señor nos diga como quiera lo que nos quiere contar.
Hay una vocación en la Iglesia que mira precisamente por estricta llamada de Dios a esa doble modalidad de comunicación del Señor con sus hijos: los llamados a una vocación contemplativa que hacen precisamente del silencio y la soledad su forma particular de seguimiento de Cristo. No es, ciertamente, la única manera de seguir al Señor: de hecho hay tantas formas de vida consagrada que despliegan en la urgencia misionera, en la actividad docente, o sanitaria, o evangelizadora su página de fidelidad. Pero tenemos esa otra, tan especialmente querida por la Iglesia desde siempre, que coincide con lo que los contemplativos viven en sus respectivos claustros.
Se trata de un silencio que custodia una Palabra especial, y se trata de una soledad que alberga una Presencia única. Si ese silencio no tuviera la eco de esa Palabra, sería un vulgar mutismo. Si esa soledad no testimoniara la belleza de esa Presencia, sería una triste solitariedad. Por eso, los contemplativos viven su silencio elocuente y su soledad habitada, por quien de hecho da razón y sentido a su entrega: la Palabra de Dios y su Presencia adorable.
Ellos guardan silencio no como un callar robador de la palabra debida y esperada, sino como incapacidad para decir y para decirse; es desbordamiento en el que el hombre calla de tanto como tiene que expresar. Este tipo de lenguaje no verbal, silencioso, es el lenguaje místico. Para el místico, como para el amante, las palabras no son ni domésticas ni domesticables, sino que permanecen de algún modo en su estado más originario.
La Palabra por antonomasia, el Verbo de Dios, nos dijo de tantos modos lo mismo. Fue un canto bienaventurado, que secó las lágrimas de los más pobres, y abrigó la esperanza de los más mendigos. A los ciegos de todas las cegueras les abrió los ojos para que salieran a la luz que alumbra sin deslumbrar. A los cojos, a los mancos, a los lisiados, les permitió saltar, y abrazar y volver a brindar por el regalo de la vida. A los errados que no maquillaron sus trampas les permitió renacer a la verdad sincera. Y a cuantos no habían entendido, o lo hicieron mal o lo hicieron tarde, para todos tuvo una palabra a tiempo, como quien se reserva el último dicho con perdón de cielo. Esta es la Palabra que escuchan los contemplativos. Es la que nos testimonian desde su silencio tan lleno de susurro divino, que se hace elocuente para quien quiera escuchar.
Tengamos el recuerdo agradecido de las comunidades de clausura que tenemos en la Diócesis. Benditas ellas, que han sido llamados a guardar en el corazón lo que Dios nos dice y lo que nos calla.
Recibid mi afecto y mi bendición.
Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca