La triple hucha del Domund.
Queridos Hermanos y amigos: paz y bien.
Todavía recuerdo la ilusión y entrega con la que de niños vivíamos esta fecha misional del Domund, en la parroquia y en el colegio. Nos asomábamos a tantos misioneros que dejando su familia y su terruño, se dejaban enviar por Dios y su Iglesia para anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Unas huchas de barro con forma de negrito o chinito nos hacían participar en el gesto solidario de compartir los bienes a través de una sencilla limosna que recabábamos con audacia a nuestros mayores. Era una ayuda que nos ayudaba a nosotros también, cuando además de postular con nuestra hucha, hacíamos una revisión de nuestras pequeñas superfluidades infantiles que la penuria de aquellos por los que pedíamos ponía de manifiesto. Tengamos la edad que tengamos siempre resulta una ayuda levantar la mirada de nuestro acomodado mundo particular, y contemplar siquiera un instante dónde y cómo viven nuestros hermanos en otras partes.
Había otra hucha, imaginaria pero igualmente real: rezar por los misioneros, sostener con nuestra plegaria a quienes nos representaban en el tercer y cuarto mundo como discípulos de Jesús que iban a evangelizar. Sacrificios inocentes y oraciones sinceras, nos hacían tomar conciencia de lo que significaba para los misioneros la diaria cotidianeidad. Privarnos de algunas cosas nos permitía ponernos brevemente en lugar de los que vivían en una continua privación. Y orar, nos ayudaba a hacer nuestro también el generoso testimonio de los misioneros cuando rezábamos por ellos y con ellos al buen Dios.
La tercera hucha venía como resulta de las dos anteriores: que nuestra vida cristiana recuperaba su dimensión misionera también. Éramos críos nosotros y no teníamos aún ninguna responsabilidad ni en la sociedad ni en la Iglesia, pero había en nuestro inmediato derredor personas diversas: familia, amigos, compañeros, personas anónimas que desconocíamos casi todo de ellas. Para ellas debíamos ser misioneros, anunciándoles de mil modos el encuentro con Jesús, nuestra paulatina comprensión de la Palabra de Dios, nuestra pertenencia a su Iglesia. Era sin duda el mejor fruto de cada día del Domund: crecer en esa dimensión misionera que pertenece a toda la Iglesia, haciéndonos en nuestro mundo cercano, con nuestra circunstancia y nuestra edad, los misioneros del Señor en nuestro aquí y nuestro ahora.
El Papa ha escrito un hermoso mensaje para esta Jornada del Domund 2007. Allí recuerda cómo cada generación cristiana tiene que leer el mandato misionero de ir al mundo entero para anunciar el Evangelio y hacer discípulos de Cristo, tal y como nos dijo el Señor. Nuestras diócesis españolas, en el pasado proporcionaron a las misiones un número consistente de sacerdotes, religiosos y laicos. De esa cooperación han brotado abundantes frutos apostólicos tanto para las Iglesias jóvenes en tierras de misión como para las realidades eclesiales de donde procedían los misioneros. Hoy empezamos a recibirles en nuestras parroquias como la ayuda que providencialmente necesitamos. Ante el avance de la cultura secularizada, la crisis de la familia, la disminución de las vocaciones y el progresivo envejecimiento del clero, podríamos correr el peligro de encerrarnos en nosotros mismos, mirar con poca esperanza al futuro y disminuir el esfuerzo misionero. Pero este es precisamente el momento de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo y que, con la fuerza del Espíritu Santo, lo guía hacia el cumplimiento de su plan eterno de salvación.
Recibid mi afecto y mi bendición.