Comentaraio evangélico. Domingo 2 Cuaresma, ciclo B.

Qué querría decir aquello...

      No entendieron nada. Asistieron a una revelación de Dios y es cierto que se les quedó grabada, pero grabada de tal modo que les hacía discutir “qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”. Vieron a Jesús transfigurado, luego lo vieron desfigurado. Al fin, lo vieron resucitado y se les abrieron los ojos. Pero el camino no fue nada fácil. Apasionante, sí. ¿Fácil? No. Como no fue fácil la decisión de Abrahán: “toma a tu hijo único, al que quieres [...], y ofrécemelo allí en sacrificio”. Pero bueno, no vamos a adelantar acontecimientos, sino a preguntarnos qué es esto de una transfiguración.

      Los diccionarios nos dicen que figura es la “forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia de otro”. Si buscamos el verbo transfigurar, se nos dice que es “hacer cambiar de figura o aspecto a alguien o a algo”. Nuestro diccionario, finalmente, nos explica que transfiguración es el “estado glorioso en que Jesucristo se mostró entre Moisés y Elías en el monte Tabor, ante la presencia de sus discípulos Pedro, Juan y Santiago”. Con lo que yo me digo que la transfiguración del Señor no es tanto un cambio de aspecto exterior, sino la revelación de que Jesucristo es el Hijo eterno del Padre. No es por tanto un acto mágico o una ilusión, sino la manifestación completa y en presente de la realidad de quien es perfecto Dios y, por la Encarnación, perfecto Hombre.

       Aunque bajaban de la montaña, todavía no habían subido al monte (al monte Calvario, claro), y, sin embargo, el Señor se muestra ya a estos apóstoles como nuestra Pascua, como el fruto de su obediencia al Padre. ¿Para qué? Para que no decaiga la esperanza de los creyentes. A todos nos llega, más tarde o más temprano, un momento en el que tenemos que decidir entre Dios y nosotros mismos, entre Dios y el mundo. Es un momento, generalmente, revestido de violencia o de sinsentido. Es un momento en el que la carne se desquebraja y parece que no puede soportar la exigencia del Espíritu. Es el momento de la tribulación: tu pecado te vence; eres juzgado como el hazmerreír de tu comunidad; tu vida es un dolor físico o moral que no cesa; está en juego tu trabajo o el pan de tus hijos; tienes que decidir entre tu prestigio profesional o tu fe; sientes que ese vivir el Evangelio  “con moderación” ya no sirve, pues te está haciendo caer; se te presenta la disyuntiva entre la incomprensión o el aplauso. Momento de tribulación y momento de esperanza, momento en el que se va a mostrar tu condición bautismal de hijo predilecto de Dios, momento en el que también tú te vas a transfigurar y va a quedar claro que eres “ciudadano del cielo”.

        Ánimo en tu desierto cuaresmal o en tu desierto existencial, has visto la luz y puedes estar alegre en la esperanza. Fíate y obedece. ¿No te atreves? Dile a la Virgen María que te lleve de la mano.

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