Unas manos limpias, sin ira ni divisiones
Escoger un titular para los escurrimientos de hoy no me ha traído complicación alguna. Lo ha puesto san Pablo, inspirado por Dios: “Quiero que los hombres oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones”. Este deseo-mandato tiene varios matices: el primero es que el deseo del apóstol es que todos los hombres, redimidos por Cristo y unidos a él por el bautismo, tengan una relación filial con Dios, orando en todo lugar. Y en todo tiempo, añadiría yo.
El segundo de los matices es una condición necesaria: “unas manos limpias”. ¿Qué significa esta expresión? Desde luego que san Pablo no se está refiriendo a determinadas corrientes que en medio de la sociedad democrática reivindican que las instituciones deben mantenerse lejos de cualquier forma de corrupción política o económica. Va mucho más allá: “manos limpias” es la metáfora del hacer del hombre y supone la limpieza del corazón. El que no es limpio no hace cosas limpias. Una buena lección para nuestro tiempo: ¿Cómo podemos esperar de nuestros representantes políticas limpias si muchos de ellos están tocados, por ejemplo, por relaciones familiares turbias. Y no solo ellos: todos nosotros quedamos tocados cuando nuestra intención no es el amor de Dios y el amor al prójimo. Tocados o, al menos, reducidos a nuestra imposibilidad y limitación.
Vamos al tercero: “sin ira ni divisiones”. Cuánto dolor causa a nuestro Señor la división. En primer lugar, el cisma que se produce en la vid cuando nosotros que somos los sarmientos prescindimos de la oración y los sacramentos, del servicio de Cristo en los descartados. En segundo lugar, los cismas históricos de aquellos hermanos que han prescindido de la mediación petrina o de la mediación eclesial. En tercer lugar, el cisma de los que permaneciendo en la Iglesia católica viven su fe de modo individual y exclusivo, los que no toleran la palabra del pastor. Claro, no viven la fe, viven “su fe”. Podríamos seguir mentando cismas y luchas intestinas…
“No podéis servir a Dios y al dinero”. Ante todo dos aclaraciones. Esto significa que no podemos hacer del dinero un dios. Pero hay algo que sí podemos: podemos servirnos del dinero. ¿Cómo? Con manos limpias, sin que se desaten las iras y las envidias, las divisiones, siendo astutos o teniendo visión de eternidad. ¿Para qué podemos servirnos del dinero? Para ser como nuestro Señor, que “siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”. O como María, puerta de la Misericordia.
José Antonio Calvo

