Comentario evangélico. Domingo 24 Ordinario, ciclo B.
Si el domingo pasado el evangelio nos traía el effetá, hoy comenzamos la escucha de la Palabra con un profeta Isaías que confiesa cómo “el Señor le abrió el oído”. También podemos descubrir las consecuencias de esta apertura divina: apaleamientos, ultrajes, salivazos. Y confianza, pues “el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?”. Es Isaías quien profetiza, pero quien habla es el Siervo de Dios, Cristo. Cristo que aquilata y precisa el único camino del servicio divino: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Cruz y promesa de vida, pues “el que pierda su vida por mi y por el Evangelio la salvará”. Este fragmento del evangelio según san Mateo es nuestra dosis dominical, pero, de algún modo, también es antesala de la fiesta que mañana celebramos: la Exaltación de la Santa Cruz. Ante este misterio central e insustituible, el papa Francisco, en una de sus homilías cotidianas, predicaba que “no existe un cristianismo sin la Cruz y no existe una Cruz sin Jesucristo”.
Pensemos en la Cruz. Yo no sé si Pedro, san Pedro, conocía bien las profecías del Siervo, pero lo que resulta claro es que no se las aplicaba a Jesús. Lo de “padecer mucho” y “ser condenado” y “ser ejecutado” le resultaba insultante. Lo de “resucitar a los tres días”, insignificante. ¿Qué merece? Unas palabras duras de Jesús. Muy duras. Y eso que san Pedro no había vivido todavía ni contemplado el misterio pascual, por lo que tenía una disculpa. Nosotros, por el bautismo, sí hemos tenido la experiencia de morir y resucitar sacramentalmente con Cristo. Además tenemos el testimonio de los evangelios, de los mártires y de todos los campeones de la caridad. Tenemos, no necesitamos más, al mismo Jesucristo. Con toda seguridad, rechazar la Cruz y nuestras cruces sea más reprochable que la actitud de Pedro. Aunque no debemos temer con desesperación este reproche: sólo nos hemos de dejar corregir por el amor y la misericordia de Dios en Cristo.
María, dolorosa, que recoge toda la sangre de su Divino Hijo, no solo nos enseña a no rechazar la Cruz, sino a unirnos a ella, con un amor que traspasa el corazón con más eficacia que una espada. Mejor, con la eficacia de la espada profetizada por Simeón y que no es otra que la caridad que nos hace hijos de Dios.
José Antonio Calvo Gracia